que la vejez del cuerpo nos encontraría juntas en algún museo que nuestro departamento iba a estar lleno de gatos y de plantas que habría una institución que albergara mis ansias por las letras que alguna vez aprendería a cantar que terminaría de ver la película sin quedarme dormida que siempre te rodearía el perfume de las hojas de albahaca todas esas y algunas otras son las promesas que nunca podré cumplir ya que al romper la regla implícita la primera no hubo más risa (pero sí muchas penas) qué suerte saber que recordaste cómo solías emprender el vuelo ahora que te solté de mis alas rotas sin mí sola
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El escosor que me provocaba el contacto con la colcha fría (la ventana abierta, la brisa helada de las cinco de la mañana) no me importaba hasta el momento en que se cerraba la puerta por delante de tu rostro. Los escasos minutos que pasaban hasta que me dormía (la almohada chata y el sonido de algún grupo de chicos que volvía del boliche) me los pasaba pensando en que me hacía bien aquello nuestro y el café sin azúcar que me ibas a servir al mediodía, cuando nos levantáramos. La luz del día se traslucía por las cortinas que coloreaban la habitación y entonces yo me despertaba (el sol en la cara, espanto) todavía cansada. Las muchas cuadras que nos separaban me devolvían a pie a la realidad de mi habitación con los postigos de la ventana cerrados, y a los almohadones que descansan en el piso ahora que esa mezcla de sensaciones horribles no me quiere dejar respirar.